Recuerdo
haberme dormido leyendo a Habermas. Supongo que porque aquel día me acordé de Dune, un
amigo que hice una noche, al tiempo que pasaba por una biblioteca y recordé que me lo recomendó encarecidamente. El caso es que entré en la biblioteca y cogí una obra suya al azar.
Me
había dormido con el libro del bueno de Jurgen y con la radio de fondo, oyendo
de lejos un programa que de un tiempo a esta parte sentía que a duras penas
lograba captar mi atención porque apenas si lograba decir algo que me
interesara.
Cuando me desperté miré la ventana y por lo visto era de noche. Detalle
en el que no reparé hasta pasado un rato, después de tener los treinta y cinco
segundos de asimilación postdesvelo y prelevantamiento.
Como digo, lo primero que hice aquella
mañana fría de febrero, tras la protocolaria asimilación, trámite inexcusable
del sentirse todavía vivo, fue abrir la cortina de mi ventana con el propósito
de ver qué me ofrecía la calle. Lo hacía todas las mañanas, luego también se
antojaba un ritual, por cotidiano y repetitivo. De hecho, me pareció extraño
que estuviese corrida y no dejase pasar la luz.
No obstante, me sorprendió más aún que
fuese noche cerrada, puesto que habría jurado que me fui a dormir a una hora
sensata. Recuerdo que estaba cansado y quería dormir todo lo posible. Además, el libro del sociólogo alemán contribuyó enormemente a mi somnolencia anticipada. No le presté más atención a lo sucedido
ya que recordé que era domingo, y que no había mucho que hacer.
“Debo haber dormido mucho”, me dije con
una mezcla de sorpresa e incertidumbre. “He perdido el día”, asumí, “pero aún
puedo hacer cosas hoy”.
Entonces me levanté de la cama con el
firme propósito de dirigirme a la cocina a por algo de comer. Estaba hambriento
y el sonido de los cubiertos procedente de la habitación de al lado me sugería
alimento, leche, crispis, fruta, café… Oía también la conversación tranquila de
mis compañeras de piso, hablando sobre sus cosas.
Cuando miré hacia abajo no encontré mis
zapatillas de andar por casa, y era extraño, pues siempre las suelo dejar en el
mismo sitio. Tampoco ví mis deportivas rojas, con las cuales mantengo una
relación en un punto equidistante entre el amor y el odio por razones que no
vienen al caso. Tampoco encontré las Vans negras con las que me llevo mejor,
ni aún mirando unos cuantos centímetros más allá. Era extraño, siempre las
coloco juntas a los pies de la cama.
Levanté la mirada legañosa y estaba
confuso. Las situaciones a las que estaba asistiendo, aún siendo de trascendencia
ínfima, no me cuadraban, acostumbrado como estoy a levantarme de día, asimilar
que he vuelto a despertar sentado en la cama, ponerme mis zapatillas e ir a desayunar.
Soy -o era- un tipo que no tolera mucho
la variación en ciertos hábitos cotidianos, y me encontraba en un escenario
que difería de los mismos en
límites insospechados hasta entonces por mí.
Poco a poco me fui dando cuenta de que
las cosas no eran como habían sido siempre. Pero la principal sorpresa llegó cuando
levanté la vista hacia el lugar donde siempre se había encontrado la puerta de
mi habitación y no la encontré.
“¿Dónde coño está la puerta?”, me
pregunté sintiendo las legañas en mis ojos, síntoma inequívoco de que el sueño
había sido largo.
En el lugar donde debería estar la
puerta no lograba ver más que pared, sin la más mínima señal de haber habido
allí jamás ningún paso por el que cada mañana después de la asimilación y de
ponerme las zapatillas (las que fuesen), salía rumbo a la cocina a por algo
para desayunar.
El armario sí que estaba allí. Se
encontraba abierto de par en par y la ropa mal colocada asomaba y llegaba hasta
el suelo, síntoma de desorden. Archivé en mi memoria la orden de colocar esa ropa algún día.
En la pared de enfrente, la puerta del
baño estaba medio cerrada y también un poco abierta, como queriendo ocultar
algo y enseñando otro poco, recordándome su paso matinal obligado.
Me preocupé sólo un segundo, sobre todo
por el tema de puerta (o de su ausencia, más concretamente) pero sentía la
necesidad de lavarme la cara. No quería pensar en lo que estaba pasando y me
autoconvencí que era un sueño. Por alguna razón no quise dar mayor
importancia a que fuese de noche, a que no apareciesen mis zapatillas (ninguna)
y sobre todo, a que mi habitación no tuviese puerta para salir.
Tras este instante, mi cerebro determinó
dar órdenes a mis piernas para que se moviesen y me llevasen al baño aunque
fuese descalzo. Sentía curiosidad por ver qué escondía. Después de lo que
estaba viendo determiné también mandar a la mierda mi escueto patrón de
curiosidad.
Entré en el baño entre convulso y
ansioso, pero todavía despreocupado. Por lo menos el baño seguía siendo el baño, y presentaba el aspecto que yo esperaba encontrar. Abrí el grifo como buscando una solución, una explicación.
El agua me empapó la cara y acabó con las legañas pero no con la realidad que
proyectaba el espejo en forma de imagen: La mía.
Me detuve otro instante frente al lavabo
y me convencí, sabiendo la infalibilidad del espejo, que aquello que se veía
era yo. Como todos los días. Desde que duermo solo no es muy difícil concluir
que soy yo, aunque sólo sea por descarte. Eso que se ve en el espejo, lo que quiera que sea,
siempre soy yo y mi circunstancia. No obstante, la respuesta inequívoca e
invariable, en cierto modo me calmó. Por lo menos era un indicio de
que todo podía haber vuelto a la normalidad.
Con
el paso de la toalla sentí, otro día más, la agridulce sensación de volver a
empezar otro día más. Y no tenía muchas ganas.
Una vez deducida la hipótesis de que lo
de antes solo fuera una entelequia o una ficción producto de mi vasto sueño, o
de la droga que tomara en el día anterior, me di la vuelta esperando contrastar
mi supuesto. Ahora me giraría y habría tres pares de zapatillas a los pies de la
cama y una puerta por la que saldría a buscar mi desayuno, aunque fuese de
noche y estuviese descalzo.
No sé por qué me resigné a que fuese de
noche aún sin aparente sentido y sin embargo no concebía el hecho de que no
hubiese zapatillas ni puerta para salir. ¿Acaso no eran dos situaciones
igualmente incongruentes?
Reparé en que el runrún de mis
compañeras no había cejado y eso me tranquilizó durante las centésimas de
segundo que tardé en darme la vuelta.
Abandoné el baño y de nuevo intenté dar
con las zapatillas y con la puerta de mi diminuta habitación.
- No puede ser...
Seguía sin ver las zapatillas. Ninguno
de los tres pares de zapatillas que tengo. Ni las rojas que amaba y odiaba a
partes iguales, ni las negras con las que tan a gusto me sentía. Ni siquiera
las de andar por casa.
Tampoco
veía la puerta y empezaba a sentirme un poco absurdo, porque al otro lado de la
pared podía oír perfectamente la charla de Rocío y Ana, y un poco más lejos, a
Lucía hablando por teléfono con su familia. Supuse que estaría en el salón,
como siempre. La vida fuera de mi habitación seguía su
curso tan ajena como inalterable. No podía comprender cómo nadie había caído en
la falta de mi puerta.
Dentro de mí comenzó a nacer una tensión
parecida al desconcierto. Estaba paralizado delante de mi cama, en medio de mi
habitación, y daba la espalda a esa cosa que todas las mañanas me recordaba mi
tragedia a base de devolverme mi imagen.
Reparé en mi cama durante siete
segundos.
“Debo haber pasado una mala noche. Mira
cómo están las sábanas…”.
En efecto, el menaje de mi colchón
ofrecía una imagen estilo cuadro de Dalí. Sin embargo no recordaba haber tenido
alguna pesadilla.
“Es extraño, no suelo moverme demasiado
si no tengo pesadillas”.
Pero hubo algo que demandó mi atención
más que el absoluto caos de mi cama. Un detalle que me había pasado
desapercibido: la cama estaba bocabajo.
“¿Cómo cojones he podido dormir ahí?”.,
me pregunté con una sensación de resignación en la que se mezclaba el asombro.
La verdad es que nunca había reparado en la posición de mi cama, pero me pareció muy extraño que estuviese como estaba, bocabajo.
La verdad es que nunca había reparado en la posición de mi cama, pero me pareció muy extraño que estuviese como estaba, bocabajo.
No daba crédito a lo que veía, pero
pensé que tal vez llevase así varios días en los que me hubiera dado por jugar
a ser Le Corbusier, Van der Rohe o Puig i Cadafalch, creando nuevos conceptos de
arte postmodernista, como aquella vez que se me ocurrió poner mi bicicleta
encima de un banco y le regalé la idea a Duchamp. (¿O fue al revés?)
“A lo mejor siempre he dormido bocabajo
y no me he dado cuenta”, pensé, y lo tomé como axioma evidente para evitar
males mayores.
Me consoló solo un momento el encontrar
mi mochila a mi izquierda, cargada con mi mac book, y determiné que la puerta
no debía estar lejos. Es más, me dispuse a encontrarla en los apenas cuatro
metros cuadrados que mide mi cuarto.
Con mi conjetura esperanzadora obviaba
de algún modo el hecho de que mi cama estuviese al revés, o que al mirar por la
ventana fuese de noche, o que mis zapatillas (todas) no apareciesen en los
pies de la cama. Pero no tanto la cuestión de la puerta, que seguía sin
aparecer.
Todavía no estaba nervioso. Me calmaba
la conversación sosegada de mis compañeras mientras removían con una cuchara
algo que debería ser café. Aquel tintineo me evocaba cafeína, leche y azúcar.
Incluso puedo jurar que por un momento sentí como se diluía el azúcar dentro
del vaso.
“Creo que he soñado con golpes”, se me
vino a la cabeza en lo que se me antojó una suerte de estado preclaro, casi
como una revelación.
Miré de nuevo mi cama deshecha y
bocabajo, persistiendo en el tiempo. Después miré la ventana y me di cuenta que
la persiana estaba cerrada.
“¿No era de noche?”, me pregunté. “Ya
sé: cuando miré por la ventana no me di cuenta que la persiana estaba bajada y
supuse que era de noche”.
Pensé entonces que subir la persiana me
demostraría que era de día, que tenía todas las horas por delante y que lo que
bebían Rocío y Ana era café para despertar y no para mantenerse despiertas.
Mientras subía la persiana tuve la
sensación de que una especie de vibración me recorrió todo el sentido de la
vista, desde la córnea hasta los párpados. Pero no presté mucha atención a mis
sensaciones ya que supuse que sería a causa del estruendos ruido que hacía al
subirla . Nunca me había resultado tan difícil. Un ruido parecido a la fricción
de dos materiales metálicos oxidados retumbaba mientras la persiana subía a
trompicones. Cuando logré subirla, confirmé una sospecha: era de noche. Una vez
vi la calle pude corroborar mi hipótesis primigenia.
Permanecí durante cincuenta y seis
largos segundos absorto en la ventana. Estaba empezando a no comprender nada, y
eso que había roto por completo mis márgenes de tolerancia a situaciones
estrambóticas, los cuales había cerrado desde la última ingestión de LSD. Rompí dichos márgenes más
que nada por prevenir.
Resolví mirar la hora, como si después
de conocer ese dato las cosas volverían a su ser. Descarté mirar mi muñeca
porque nunca he llevado reloj. Me asaltó de pronto la duda sobre mi postura en
este aspecto.
“Nunca llevo reloj, a lo mejor mañana
debería tener uno”, me dije.
Me pregunté dónde estaría mi teléfono
móvil y volqué mi mirada en la mesita de noche donde siempre lo pongo, pero
estaba claro que algo había pasado con él porque repetía la alarma todos los
días a la misma hora cuando es de noche, y si era de noche debería haber sonado y estaba claro que no lo había hecho.
“A
lo mejor sonó y lo apagué y lo dejé en otro sitio, y por eso ahora es de noche
en vez de ser de día”, pensé mientras giraba la cabeza hacia la posición de la
mesita de noche.
Mientras mis ojos encontraban la mesa,
resolví inevitablemente que no iba a encontrar mi teléfono, del mismo modo que
no encontraba los tres pares de zapatillas ni la puerta de mi habitación.
Cuando mi vista alcanzó la mesita,
encima suyo no solo faltaba el teléfono, tampoco estaba el libro de Habermas
con el que me había dormido. En sus lugares había una roca granodiorita con una especie
de escritos que no había visto en mi vida, cuanto menos en mi habitación.
“¿La piedra de Roseta?”, me pregunté ya
sin poder creer lo que estaba viendo.
No obstante, con el primer vistazo deduje
que no se trataba del hallazgo de Champollion. Primero porque sólo se podían
leer dos tipos de texto y en la piedra de Roseta había tres. Creí reparar en
que faltaba la escritura demótica. Tampoco lo sé con claridad.
La verdad es que nunca había visto la
piedra de Roseta ni sé lo que es la escritura demótica.
Intentaba (cada vez con menos éxito) no
caer en una excesiva ansiedad dada la situación en la que me encontraba, pero
había empezado a sudar por la frente y eso no podía ser nada bueno. Acaso la
situación desbordaba mi ratio de aceptación de lo inverosímil.
Por un lado me resultó inexplicable
encontrar aquel vestigio azabache, pero también me fascinó el hallazgo. Al
mismo tiempo esa sensación me hizo temer si no había vuelto a mi vieja manía de
desvalijar piezas de museos, como aquella vez que dejé los cuadros del Louvre sin aura, y
las cambié por mis lágrimas, provocando goteras en el Richelieu, en el Sully y
en el Denon. Tras pensar este supuesto lo rechacé, no podía ser:
“Yo nunca he estado en Londres”, me
dije.
Eso me tranquilizó un poco, pero ni
siquiera el tiempo que tardé en relacionar el hecho de estar en París y robar
el aura del Louvre y el de no estar en Londres y no robar en el British
Musseum.
La situación era que en vez de mi móvil
y de la tesis doctoral llamada <<El Absoluto y la historia: De las
discrepancias en el pensamiento de Schelling>> del bueno de Jurgen, en vez de esto, había un pedrusco enorme
con letras ininteligibles extrapolado desde algún sitio a mi cuarto, lo cual
traspasaba ya por completo los límites de mi ratio de tolerancia ante
situaciones inexplicables.
El corazón comenzó a latirme de un modo
desaforado. Pero desaforado en su mínima graduación. Los latidos eran
inquietos, pero todavía sin el ímpetu de aquella vez que sufrí ataques de
ansiedad que me hicieron dormir varias noches en un psiquiátrico. Entonces
había sentido la necesidad de vomitar todas mis vísceras sobre el suelo y
comérmelas otra vez solamente por puro autolitismo. Todavía no era esa la
sensación, por supuesto, pero algo me decía que podría volver a ocurrir.
Mi habitación era pura perturbación y
desconcierto. Y yo también. Mi circunstancia era una escena de un disparatado
Buñuel; algún renglón de un ilógico Camus o algún verso de un histriónico Voltaire.
Como un proyecto piloto de Frank Lloyd Wrigth que fuera desestimado por
impracticable, o una asfixiante sala de La Bauhaus. Mi habitación ofrecía una
diseño incoherente y absurdo pero muy curioso: mi cuarto era un cuarto sin
puerta.
“¿Y por dónde entré anoche? ¿Qué ha
pasado con la puerta? ¿Cómo coño voy a salir de aquí?”, me preguntaba turbado.
”Esto
no puede ser cierto, La puerta debe estar en algún sitio” , mascullé entre
jadeos de ansiedad.
Como recolocando todo aquel desatino
intenté recordar como llegué ayer a la cama. Pero resultaba inútil ya que el
hecho de la ausencia de la puerta no daba espacio a demás cuestiones.
La situación empezaba a ser angustiosa.
Por más que miraba acá y allá no encontraba la puerta. Sin embargo, fuera de mi
habitación podía escuchar las risas sosegadas de mis compañeras, ajenas a todo
lo que me sucedía. Me pregunté si desde fuera ellas verían la puerta y por eso
estaban tan indiferentes a mi agitación.
Decidí llamarlas. Grité sus nombres pero
parecía que no me escuchaban, pues seguían con su animada conversación como si
nada.
Grité aún más fuerte.
Nada. Había una parte de mí que
inconscientemente intentaba tranquilizarme. Supongo que a modo de señal de
emergencia.
O bien no se enteraban, o no se querían
enterar, y no sabía cual de las dos opciones era más preocupante y peligrosa.
Concluí que gritar era inútil. Fuera de
mi habitación sin puerta, mis compañeras de piso se encontraban totalmente
ajenas a mi situación desesperada, por despreocupación o por desconocimiento,
así que más me valía canalizar las
fuerzas que tenía en encontrar un modo de salir de allí.
Preguntas como por qué estaba la cama
bocabajo o qué pintaba la piedra de Roseta encima de mi mesilla, me asaltaban y
acentuaban mi estupor.
Mi habitación se había vuelto
completamente inusual, estrambótica, con una cama al revés, con una especie de
piedra de Roseta en vez de un libro de Habermas y un teléfono, y lo que es
peor: sin puerta, sin posibilidad de escapar de esta suerte de pesadilla.
El desasosiego crecía en décimas de
segundo. Sentía como se escapaba el tiempo sin encontrar la puerta. Miré hacia
la única pared a la que no había prestado mucha atención, la de al lado: pero
nada.
Inmaculado, aquel muro pintado de un
verde pálido, casi mustio, no mostraba más que un perchero que yo mismo había
clavado hace unos días en el que colgué dos sudaderas, pero ni rastro de la
puerta.
Si bien no me fue de mucho consuelo, la
imagen del perchero con las dos sudaderas me supuso un microsegundo de
coherencia. El perchero era un perchero y las sudaderas eran sudaderas, no
había nada extraño, pues. No obstante, empecé a sudar frío.
Permanecía inmóvil dando la espalda a la
ventana, con el armario a mi izquierda, la cama bocabajo enfrente y el busto
ininteligible a la derecha. La respiración comenzó a ser entrecortada, como
cansada y a la vez impaciente; incómoda. Ahora ya me sudaban también las manos
y el cuerpo entero. La habitación, ya de por sí pequeña, se me antojaba esta
mañana (¿no era de noche?) un tipo de jaula de la que no encontraba
escapatoria.
Determiné saltar por la ventana.
“Voy a saltar por la ventana y se
solucionará todo”, pensé.
La sensación era ya claustrofóbica y me
giré para llevar a cabo mi plan.
“Abriré la ventana y saltaré”, me dije.
Pensé que no me haría mucho daño, como
mucho me rompería algún hueso de la pierna, “pero mejor eso que esta sensación
de encarcelamiento, de aislamiento, de incomunicación, de encierro”.
Casi no podía respirar. El corazón estaba
fuera de control y el sudor ya comenzaba a empapar mi ropa.
Agarré con fuerza el pomo de la ventana
y comencé a agitarlo. La sensación de no poder abrir la ventana me violentó aún
más. Recordé de súbito algo que no había querido decirle a mi casera cuando
tuve ocasión y que ahora se había convertido en una condena: la ventana no
abría bien. De hecho, hoy no abría.
“Tampoco puedo tirarme por la ventana si
no la rompo, y si la rompo no me devolverán la fianza pero, ¿de qué me valdrá
la fianza si cuando vengan a dármela estaré muerto por inanición o por
aburrimiento?”, pensé.
No lo intenté más. De hecho no intenté
nada más. Estaba paralizado por la situación que se me presentaba: no podía
salir de mi habitación, pues no había puerta, y la ventana estaba atascada, mi
cama estaba bocabajo y el libro de Habermas, junto con el teléfono móvil, había
mutado en una mala imitación de piedra de Roseta intraducible. Tampoco
encontraba las zapatillas con las que me llevaba bien, ni tampoco con las que
no me llevaba ni bien ni mal. Ni si quiera aparecían las zapatillas de andar
por casa. Además no podía ni siquiera tirarme por la ventana, ya que mi casera
nunca supo que ésta no abría bien y yo no lo había arreglado.
Pasaba por crudos momentos de ansiedad e
impaciencia. Me hubiese tirado boca arriba en mi cama para intentar darle algo de
lógica y cordura a toda aquella tarantinesca situación. Tal vez hubiese escuchado algo de Radiohead,
probablemente el tema “I might be wrong”, pero como mi cama estaba bocabajo
apoyada en el techo desestimé la idea por completo.
No entendía como podía haber dormido
allí. Ahora mismo no era capaz de tumbarme...
Me senté en el suelo con la respiración
alterada y un pulso anfetamínico y descontrolado. Me eché las manos a la cabeza
y pensé: “¿Me voy a quedar en esta habitación para siempre? Por lo menos podía
haberme pasado esto en la cocina, o en el salón. O con alguien, al menos”.
Se me antojaba una desgracia que el
aislamiento se produjese en soledad y recordé la última vez que me sucedió algo
similar. Entonces estaba en la habitación de un bed & breakfast en
Cagliari, acompañado, y para salir usé el sumidero.
-
En aquella ocasión me pasó algo parecido, también estábamos encerrados. Dije en
voz alta.
Al pronunciarlo, el plural no
mayiestático del verbo estar me hizo reparar en la determinante diferencia
entre aquel encierro italiano y el actual.
Ahora mismo no me hubiese importado
quedarme entonces atrapado en aquel cuarto mil días o hasta la muerte, de haber
sabido que me volvería a pasar. En
ese momento comprendí el concepto de tiempo, cuando comparé las dos situaciones
y comprobé que ahora no era entonces. Deduje que esa sería otra de las pruebas
a las que te somete la vida y que da el tiempo: la de saber elegir en el momento
justo en el lugar adecuado.
Comencé a lanzar quejas y súplicas en
voz alta, un poco para desahogarme y otro tanto por ver si alguien podía
escucharme. Creo que estuve cerca de dos minutos maldiciendo todo lo que sabía
y gritando mi ansiedad a las cuatro paredes de mi cuarto sin puerta. Me
encontraba debajo de la cama que estaba bocabajo, y la mirada se me perdía
apenas unos centímetros más allá de mi nariz, clavada en la piedra
incomprensible que estaba encima de mi mesilla.
No podía comprender como me podían pasar
estas cosas tan absurdas y esperpénticas.
“Creo que la cucaracha de Kafka no se
sentiría tan mal, cuanto menos a ella la daban de comer, y tenía contacto con
la gente; yo tal vez no lo vuelva a tener nunca”.
La sola idea de no volver a saber nada
de nadie me aturdió y me llenó de sopor.
Asumí la situación como inevitable,
catastróficamente inevitable y comencé a llorar de impotencia. Cerré los ojos
como si quisiera encontrar otra realidad en el sueño.
La tensión, viniese de donde viniese, me
causaba una fatal somnolencia. Por
alguna extraña razón solía dormirme en situaciones límite, como aquella vez que
me dormí el día en el que aprobaban Responsabilidad tan solo por la asistencia
en un colegio en el que estuve matriculado. Así pues, dormí.
Antes de caer en la sosegada apnea pensé
en si mañana recordaría por qué me había dormido en el suelo, debajo de una
cama bocabajo, al lado de una piedra con alfabetos antiquísimos, llorando,
angustiado, exhausto ante la circunstancia que me encontré al despertar. sin
zapatillas y en una habitación sin puerta para salir.
“¿Me volverá a suceder mañana?”, me
pregunté, y la pregunta quedó suspensa y quizá inacabada.
Todavía tuve tiempo de recordar mi
soledad y abrazarme a la almohada, que había descolgado de la cama, pero solo
eso.
En cinco segundos me dormí.
PD: ...Aún sigo soñando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario