Bucea por KukupaPunda Productions

martes, 21 de febrero de 2012

ANGIO

 
Recuerdo haberme dormido leyendo a Habermas. Supongo que porque aquel día me acordé de Dune, un amigo que hice una noche, al tiempo que pasaba por una biblioteca y recordé que me lo recomendó encarecidamente. El caso es que entré en la biblioteca y cogí una obra suya al azar.

Me había dormido con el libro del bueno de Jurgen y con la radio de fondo, oyendo de lejos un programa que de un tiempo a esta parte sentía que a duras penas lograba captar mi atención porque apenas si lograba decir algo que me interesara.

 Cuando me desperté miré la ventana y por lo visto era de noche. Detalle en el que no reparé hasta pasado un rato, después de tener los treinta y cinco segundos de asimilación postdesvelo y prelevantamiento.

 Como digo, lo primero que hice aquella mañana fría de febrero, tras la protocolaria asimilación, trámite inexcusable del sentirse todavía vivo, fue abrir la cortina de mi ventana con el propósito de ver qué me ofrecía la calle. Lo hacía todas las mañanas, luego también se antojaba un ritual, por cotidiano y repetitivo. De hecho, me pareció extraño que estuviese corrida y no dejase pasar la luz.

 No obstante, me sorprendió más aún que fuese noche cerrada, puesto que habría jurado que me fui a dormir a una hora sensata. Recuerdo que estaba cansado y quería dormir todo lo posible. Además, el libro del sociólogo alemán contribuyó enormemente a mi somnolencia anticipada. No le presté más atención a lo sucedido ya que recordé que era domingo, y que no había mucho que hacer.

 “Debo haber dormido mucho”, me dije con una mezcla de sorpresa e incertidumbre. “He perdido el día”, asumí, “pero aún puedo hacer cosas hoy”.

 Entonces me levanté de la cama con el firme propósito de dirigirme a la cocina a por algo de comer. Estaba hambriento y el sonido de los cubiertos procedente de la habitación de al lado me sugería alimento, leche, crispis, fruta, café… Oía también la conversación tranquila de mis compañeras de piso, hablando sobre sus cosas.

 Cuando miré hacia abajo no encontré mis zapatillas de andar por casa, y era extraño, pues siempre las suelo dejar en el mismo sitio. Tampoco ví mis deportivas rojas, con las cuales mantengo una relación en un punto equidistante entre el amor y el odio por razones que no vienen al caso. Tampoco encontré las Vans negras con las que me llevo mejor, ni aún mirando unos cuantos centímetros más allá. Era extraño, siempre las coloco juntas a los pies de la cama.

 Levanté la mirada legañosa y estaba confuso. Las situaciones a las que estaba asistiendo, aún siendo de trascendencia ínfima, no me cuadraban, acostumbrado como estoy a levantarme de día, asimilar que he vuelto a despertar sentado en la cama, ponerme mis zapatillas e ir a desayunar.

 Soy -o era- un tipo que no tolera mucho la variación en ciertos hábitos cotidianos, y me encontraba en un escenario que  difería de los mismos en límites insospechados hasta entonces por mí.

 Poco a poco me fui dando cuenta de que las cosas no eran como habían sido siempre. Pero la principal sorpresa llegó cuando levanté la vista hacia el lugar donde siempre se había encontrado la puerta de mi habitación y no la encontré.

 “¿Dónde coño está la puerta?”, me pregunté sintiendo las legañas en mis ojos, síntoma inequívoco de que el sueño había sido largo.

 En el lugar donde debería estar la puerta no lograba ver más que pared, sin la más mínima señal de haber habido allí jamás ningún paso por el que cada mañana después de la asimilación y de ponerme las zapatillas (las que fuesen), salía rumbo a la cocina a por algo para desayunar.

 El armario sí que estaba allí. Se encontraba abierto de par en par y la ropa mal colocada asomaba y llegaba hasta el suelo, síntoma de desorden. Archivé en mi memoria la orden de colocar esa ropa algún día.

 En la pared de enfrente, la puerta del baño estaba medio cerrada y también un poco abierta, como queriendo ocultar algo y enseñando otro poco, recordándome su paso matinal obligado.

 Me preocupé sólo un segundo, sobre todo por el tema de puerta (o de su ausencia, más concretamente) pero sentía la necesidad de lavarme la cara. No quería pensar en lo que estaba pasando y me autoconvencí que era un sueño. Por alguna razón no quise dar mayor importancia a que fuese de noche, a que no apareciesen mis zapatillas (ninguna) y sobre todo, a que mi habitación no tuviese puerta para salir.

 Tras este instante, mi cerebro determinó dar órdenes a mis piernas para que se moviesen y me llevasen al baño aunque fuese descalzo. Sentía curiosidad por ver qué escondía. Después de lo que estaba viendo determiné también mandar a la mierda mi escueto patrón de curiosidad.

 Entré en el baño entre convulso y ansioso, pero todavía despreocupado. Por lo menos el baño seguía siendo el baño, y presentaba el aspecto que yo esperaba encontrar. Abrí el grifo como buscando una solución, una explicación. El agua me empapó la cara y acabó con las legañas pero no con la realidad que proyectaba el espejo en forma de imagen: La mía.

 Me detuve otro instante frente al lavabo y me convencí, sabiendo la infalibilidad del espejo, que aquello que se veía era yo. Como todos los días. Desde que duermo solo no es muy difícil concluir que soy yo, aunque sólo sea por descarte. Eso que se ve en el espejo, lo que quiera que sea, siempre soy yo y mi circunstancia. No obstante, la respuesta inequívoca e invariable, en cierto modo me calmó. Por lo menos era un indicio de que todo podía haber vuelto a la normalidad.

Con el paso de la toalla sentí, otro día más, la agridulce sensación de volver a empezar otro día más. Y no tenía muchas ganas.

 Una vez deducida la hipótesis de que lo de antes solo fuera una entelequia o una ficción producto de mi vasto sueño, o de la droga que tomara en el día anterior, me di la vuelta esperando contrastar mi supuesto. Ahora me giraría y habría tres pares de zapatillas a los pies de la cama y una puerta por la que saldría a buscar mi desayuno, aunque fuese de noche y estuviese descalzo.

 No sé por qué me resigné a que fuese de noche aún sin aparente sentido y sin embargo no concebía el hecho de que no hubiese zapatillas ni puerta para salir. ¿Acaso no eran dos situaciones igualmente incongruentes?

 Reparé en que el runrún de mis compañeras no había cejado y eso me tranquilizó durante las centésimas de segundo que tardé en darme la vuelta.

 Abandoné el baño y de nuevo intenté dar con las zapatillas y con la puerta de mi diminuta habitación.

 - No puede ser...

 Seguía sin ver las zapatillas. Ninguno de los tres pares de zapatillas que tengo. Ni las rojas que amaba y odiaba a partes iguales, ni las negras con las que tan a gusto me sentía. Ni siquiera las de andar por casa.

Tampoco veía la puerta y empezaba a sentirme un poco absurdo, porque al otro lado de la pared podía oír perfectamente la charla de Rocío y Ana, y un poco más lejos, a Lucía hablando por teléfono con su familia. Supuse que estaría en el salón, como siempre. La vida fuera de mi habitación seguía su curso tan ajena como inalterable. No podía comprender cómo nadie había caído en la falta de mi puerta.

 Dentro de mí comenzó a nacer una tensión parecida al desconcierto. Estaba paralizado delante de mi cama, en medio de mi habitación, y daba la espalda a esa cosa que todas las mañanas me recordaba mi tragedia a base de devolverme mi imagen.

 Reparé en mi cama durante siete segundos.

 “Debo haber pasado una mala noche. Mira cómo están las sábanas…”.

 En efecto, el menaje de mi colchón ofrecía una imagen estilo cuadro de Dalí. Sin embargo no recordaba haber tenido alguna pesadilla.

 “Es extraño, no suelo moverme demasiado si no tengo pesadillas”.

 Pero hubo algo que demandó mi atención más que el absoluto caos de mi cama. Un detalle que me había pasado desapercibido: la cama estaba bocabajo.

 “¿Cómo cojones he podido dormir ahí?”., me pregunté con una sensación de resignación en la que se mezclaba el asombro.

 La verdad es que nunca había reparado en la posición de mi cama, pero me pareció muy extraño que estuviese como estaba, bocabajo.

 No daba crédito a lo que veía, pero pensé que tal vez llevase así varios días en los que me hubiera dado por jugar a ser Le Corbusier, Van der Rohe o Puig i Cadafalch, creando nuevos conceptos de arte postmodernista, como aquella vez que se me ocurrió poner mi bicicleta encima de un banco y le regalé la idea a Duchamp. (¿O fue al revés?)

 “A lo mejor siempre he dormido bocabajo y no me he dado cuenta”, pensé, y lo tomé como axioma evidente para evitar males mayores.

 Me consoló solo un momento el encontrar mi mochila a mi izquierda, cargada con mi mac book, y determiné que la puerta no debía estar lejos. Es más, me dispuse a encontrarla en los apenas cuatro metros cuadrados que mide mi cuarto.

 Con mi conjetura esperanzadora obviaba de algún modo el hecho de que mi cama estuviese al revés, o que al mirar por la ventana fuese de noche, o que mis zapatillas (todas) no apareciesen en los pies de la cama. Pero no tanto la cuestión de la puerta, que seguía sin aparecer.

 Todavía no estaba nervioso. Me calmaba la conversación sosegada de mis compañeras mientras removían con una cuchara algo que debería ser café. Aquel tintineo me evocaba cafeína, leche y azúcar. Incluso puedo jurar que por un momento sentí como se diluía el azúcar dentro del vaso.

 “Creo que he soñado con golpes”, se me vino a la cabeza en lo que se me antojó una suerte de estado preclaro, casi como una revelación.

 Miré de nuevo mi cama deshecha y bocabajo, persistiendo en el tiempo. Después miré la ventana y me di cuenta que la persiana estaba cerrada.

 “¿No era de noche?”, me pregunté. “Ya sé: cuando miré por la ventana no me di cuenta que la persiana estaba bajada y supuse que era de noche”.

 Pensé entonces que subir la persiana me demostraría que era de día, que tenía todas las horas por delante y que lo que bebían Rocío y Ana era café para despertar y no para mantenerse despiertas.

 Mientras subía la persiana tuve la sensación de que una especie de vibración me recorrió todo el sentido de la vista, desde la córnea hasta los párpados. Pero no presté mucha atención a mis sensaciones ya que supuse que sería a causa del estruendos ruido que hacía al subirla . Nunca me había resultado tan difícil. Un ruido parecido a la fricción de dos materiales metálicos oxidados retumbaba mientras la persiana subía a trompicones. Cuando logré subirla, confirmé una sospecha: era de noche. Una vez vi la calle pude corroborar mi hipótesis primigenia.

 Permanecí durante cincuenta y seis largos segundos absorto en la ventana. Estaba empezando a no comprender nada, y eso que había roto por completo mis márgenes de tolerancia a situaciones estrambóticas, los cuales había cerrado desde la última ingestión de LSD. Rompí dichos márgenes más que nada por prevenir.

 Resolví mirar la hora, como si después de conocer ese dato las cosas volverían a su ser. Descarté mirar mi muñeca porque nunca he llevado reloj. Me asaltó de pronto la duda sobre mi postura en este aspecto.

 “Nunca llevo reloj, a lo mejor mañana debería tener uno”, me dije.

 Me pregunté dónde estaría mi teléfono móvil y volqué mi mirada en la mesita de noche donde siempre lo pongo, pero estaba claro que algo había pasado con él porque repetía la alarma todos los días a la misma hora cuando es de noche, y si era de noche debería haber sonado y estaba claro que no lo había hecho.

“A lo mejor sonó y lo apagué y lo dejé en otro sitio, y por eso ahora es de noche en vez de ser de día”, pensé mientras giraba la cabeza hacia la posición de la mesita de noche.

 Mientras mis ojos encontraban la mesa, resolví inevitablemente que no iba a encontrar mi teléfono, del mismo modo que no encontraba los tres pares de zapatillas ni la puerta de mi habitación.

 Cuando mi vista alcanzó la mesita, encima suyo no solo faltaba el teléfono, tampoco estaba el libro de Habermas con el que me había dormido. En sus lugares había  una roca granodiorita con una especie de escritos que no había visto en mi vida, cuanto menos en mi habitación.

 “¿La piedra de Roseta?”, me pregunté ya sin poder creer lo que estaba viendo.

 No obstante, con el primer vistazo deduje que no se trataba del hallazgo de Champollion. Primero porque sólo se podían leer dos tipos de texto y en la piedra de Roseta había tres. Creí reparar en que faltaba la escritura demótica. Tampoco lo sé con claridad.

 La verdad es que nunca había visto la piedra de Roseta ni sé lo que es la escritura demótica.

 Intentaba (cada vez con menos éxito) no caer en una excesiva ansiedad dada la situación en la que me encontraba, pero había empezado a sudar por la frente y eso no podía ser nada bueno. Acaso la situación desbordaba mi ratio de aceptación de lo inverosímil.

 Por un lado me resultó inexplicable encontrar aquel vestigio azabache, pero también me fascinó el hallazgo. Al mismo tiempo esa sensación me hizo temer si no había vuelto a mi vieja manía de desvalijar piezas de museos, como aquella vez que dejé los cuadros del Louvre sin aura, y las cambié por mis lágrimas, provocando goteras en el Richelieu, en el Sully y en el Denon. Tras pensar este supuesto lo rechacé, no podía ser:

 “Yo nunca he estado en Londres”, me dije.

 Eso me tranquilizó un poco, pero ni siquiera el tiempo que tardé en relacionar el hecho de estar en París y robar el aura del Louvre y el de no estar en Londres y no robar en el British Musseum.

 La situación era que en vez de mi móvil y de la tesis doctoral llamada <<El Absoluto y la historia: De las discrepancias en el pensamiento de Schelling>> del bueno de Jurgen, en vez de esto, había un pedrusco enorme con letras ininteligibles extrapolado desde algún sitio a mi cuarto, lo cual traspasaba ya por completo los límites de mi ratio de tolerancia ante situaciones inexplicables.

 El corazón comenzó a latirme de un modo desaforado. Pero desaforado en su mínima graduación. Los latidos eran inquietos, pero todavía sin el ímpetu de aquella vez que sufrí ataques de ansiedad que me hicieron dormir varias noches en un psiquiátrico. Entonces había sentido la necesidad de vomitar todas mis vísceras sobre el suelo y comérmelas otra vez solamente por puro autolitismo. Todavía no era esa la sensación, por supuesto, pero algo me decía que podría volver a ocurrir.

 Mi habitación era pura perturbación y desconcierto. Y yo también. Mi circunstancia era una escena de un disparatado Buñuel; algún renglón de un ilógico Camus o algún verso de un histriónico Voltaire. Como un proyecto piloto de Frank Lloyd Wrigth que fuera desestimado por impracticable, o una asfixiante sala de La Bauhaus. Mi habitación ofrecía una diseño incoherente y absurdo pero muy curioso: mi cuarto era un cuarto sin puerta.

 “¿Y por dónde entré anoche? ¿Qué ha pasado con la puerta? ¿Cómo coño voy a salir de aquí?”, me preguntaba turbado.

”Esto no puede ser cierto, La puerta debe estar en algún sitio” , mascullé entre jadeos de ansiedad.

 Como recolocando todo aquel desatino intenté recordar como llegué ayer a la cama. Pero resultaba inútil ya que el hecho de la ausencia de la puerta no daba espacio a demás cuestiones.

 La situación empezaba a ser angustiosa. Por más que miraba acá y allá no encontraba la puerta. Sin embargo, fuera de mi habitación podía escuchar las risas sosegadas de mis compañeras, ajenas a todo lo que me sucedía. Me pregunté si desde fuera ellas verían la puerta y por eso estaban tan indiferentes a mi agitación.

 Decidí llamarlas. Grité sus nombres pero parecía que no me escuchaban, pues seguían con su animada conversación como si nada.

 Grité aún más fuerte.

 Nada. Había una parte de mí que inconscientemente intentaba tranquilizarme. Supongo que a modo de señal de emergencia.

 O bien no se enteraban, o no se querían enterar, y no sabía cual de las dos opciones era más preocupante y peligrosa.

 Concluí que gritar era inútil. Fuera de mi habitación sin puerta, mis compañeras de piso se encontraban totalmente ajenas a mi situación desesperada, por despreocupación o por desconocimiento, así  que más me valía canalizar las fuerzas que tenía en encontrar un modo de salir de allí.

 Preguntas como por qué estaba la cama bocabajo o qué pintaba la piedra de Roseta encima de mi mesilla, me asaltaban y acentuaban mi estupor.

 Mi habitación se había vuelto completamente inusual, estrambótica, con una cama al revés, con una especie de piedra de Roseta en vez de un libro de Habermas y un teléfono, y lo que es peor: sin puerta, sin posibilidad de escapar de esta suerte de pesadilla.

 El desasosiego crecía en décimas de segundo. Sentía como se escapaba el tiempo sin encontrar la puerta. Miré hacia la única pared a la que no había prestado mucha atención, la de al lado: pero nada.

 Inmaculado, aquel muro pintado de un verde pálido, casi mustio, no mostraba más que un perchero que yo mismo había clavado hace unos días en el que colgué dos sudaderas, pero ni rastro de la puerta.

 Si bien no me fue de mucho consuelo, la imagen del perchero con las dos sudaderas me supuso un microsegundo de coherencia. El perchero era un perchero y las sudaderas eran sudaderas, no había nada extraño, pues. No obstante, empecé a sudar frío.

 Permanecía inmóvil dando la espalda a la ventana, con el armario a mi izquierda, la cama bocabajo enfrente y el busto ininteligible a la derecha. La respiración comenzó a ser entrecortada, como cansada y a la vez impaciente; incómoda. Ahora ya me sudaban también las manos y el cuerpo entero. La habitación, ya de por sí pequeña, se me antojaba esta mañana (¿no era de noche?) un tipo de jaula de la que no encontraba escapatoria.

 Determiné saltar por la ventana.

 “Voy a saltar por la ventana y se solucionará todo”, pensé.

 La sensación era ya claustrofóbica y me giré para llevar a cabo mi plan.

 “Abriré la ventana y saltaré”, me dije.

 Pensé que no me haría mucho daño, como mucho me rompería algún hueso de la pierna, “pero mejor eso que esta sensación de encarcelamiento, de aislamiento, de incomunicación, de encierro”.

 Casi no podía respirar. El corazón estaba fuera de control y el sudor ya comenzaba a empapar mi ropa.

 Agarré con fuerza el pomo de la ventana y comencé a agitarlo. La sensación de no poder abrir la ventana me violentó aún más. Recordé de súbito algo que no había querido decirle a mi casera cuando tuve ocasión y que ahora se había convertido en una condena: la ventana no abría bien. De hecho, hoy no abría.

 “Tampoco puedo tirarme por la ventana si no la rompo, y si la rompo no me devolverán la fianza pero, ¿de qué me valdrá la fianza si cuando vengan a dármela estaré muerto por inanición o por aburrimiento?”, pensé.

 No lo intenté más. De hecho no intenté nada más. Estaba paralizado por la situación que se me presentaba: no podía salir de mi habitación, pues no había puerta, y la ventana estaba atascada, mi cama estaba bocabajo y el libro de Habermas, junto con el teléfono móvil, había mutado en una mala imitación de piedra de Roseta intraducible. Tampoco encontraba las zapatillas con las que me llevaba bien, ni tampoco con las que no me llevaba ni bien ni mal. Ni si quiera aparecían las zapatillas de andar por casa. Además no podía ni siquiera tirarme por la ventana, ya que mi casera nunca supo que ésta no abría bien y yo no lo había arreglado.

 Pasaba por crudos momentos de ansiedad e impaciencia. Me hubiese tirado boca arriba en mi cama para intentar darle algo de lógica y cordura a toda aquella tarantinesca situación. Tal vez hubiese escuchado algo de Radiohead, probablemente el tema “I might be wrong”, pero como mi cama estaba bocabajo apoyada en el techo desestimé la idea por completo.

 No entendía como podía haber dormido allí. Ahora mismo no era capaz de tumbarme...

 Me senté en el suelo con la respiración alterada y un pulso anfetamínico y descontrolado. Me eché las manos a la cabeza y pensé: “¿Me voy a quedar en esta habitación para siempre? Por lo menos podía haberme pasado esto en la cocina, o en el salón. O con alguien, al menos”.

 Se me antojaba una desgracia que el aislamiento se produjese en soledad y recordé la última vez que me sucedió algo similar. Entonces estaba en la habitación de un bed & breakfast en Cagliari, acompañado, y para salir usé el sumidero.

- En aquella ocasión me pasó algo parecido, también estábamos encerrados. Dije en voz alta.

 Al pronunciarlo, el plural no mayiestático del verbo estar me hizo reparar en la determinante diferencia entre aquel encierro italiano y el actual.

 Ahora mismo no me hubiese importado quedarme entonces atrapado en aquel cuarto mil días o hasta la muerte, de haber sabido que me volvería a pasar.  En ese momento comprendí el concepto de tiempo, cuando comparé las dos situaciones y comprobé que ahora no era entonces. Deduje que esa sería otra de las pruebas a las que te somete la vida y que da el tiempo: la de saber elegir en el momento justo en el lugar adecuado.

 Comencé a lanzar quejas y súplicas en voz alta, un poco para desahogarme y otro tanto por ver si alguien podía escucharme. Creo que estuve cerca de dos minutos maldiciendo todo lo que sabía y gritando mi ansiedad a las cuatro paredes de mi cuarto sin puerta. Me encontraba debajo de la cama que estaba bocabajo, y la mirada se me perdía apenas unos centímetros más allá de mi nariz, clavada en la piedra incomprensible que estaba encima de mi mesilla.

 No podía comprender como me podían pasar estas cosas tan absurdas y esperpénticas.

 “Creo que la cucaracha de Kafka no se sentiría tan mal, cuanto menos a ella la daban de comer, y tenía contacto con la gente; yo tal vez no lo vuelva a tener nunca”.

 La sola idea de no volver a saber nada de nadie me aturdió y me llenó de sopor.

 Asumí la situación como inevitable, catastróficamente inevitable y comencé a llorar de impotencia. Cerré los ojos como si quisiera encontrar otra realidad en el sueño.

 La tensión, viniese de donde viniese, me causaba una fatal somnolencia. Por alguna extraña razón solía dormirme en situaciones límite, como aquella vez que me dormí el día en el que aprobaban Responsabilidad tan solo por la asistencia en un colegio en el que estuve matriculado. Así pues, dormí.

 Antes de caer en la sosegada apnea pensé en si mañana recordaría por qué me había dormido en el suelo, debajo de una cama bocabajo, al lado de una piedra con alfabetos antiquísimos, llorando, angustiado, exhausto ante la circunstancia que me encontré al despertar. sin zapatillas y en una habitación sin puerta para salir.

 “¿Me volverá a suceder mañana?”, me pregunté, y la pregunta quedó suspensa y quizá inacabada.

 Todavía tuve tiempo de recordar mi soledad y abrazarme a la almohada, que había descolgado de la cama, pero solo eso.

 En cinco segundos me dormí.





PD: ...Aún sigo soñando.


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