Bucea por KukupaPunda Productions

martes, 23 de septiembre de 2014

Miradas de Burdel














Ya no emerge la imponente figura de Dimitriy Petenyel bajo las escaleras de los nefandos burdeles del barrio chino. En otro tiempo todos los zagales de la comarca se desplazaban a la siniestra transversal en busca de la codiciada "piedra de la risa" que el inmigrante bielorruso les suministraba vaporosamente en la esquina de la licorería o bien en el recinto de los contenedores. El olor del kif consumiéndose se amalgamaba con los pachangueros aromas de fritanga del kiosko de "Fish & Chips" del viejo Edgar y con el nefasto hedor de la basura que jamás se aventuraban en recoger los servicios de limpieza del distrito. Ahora, ese festival de olores se ha imperializado. El kiosko de Edgar es ahora un minúsculo McDonald's en el que apenas se recogen dos familias completas, y si lo de la basura era antes un problema conocido por todos...ahora las bolsas de plástico fundidas al ardiente sol matinal se apilan unas sobre otras creando un dantesco panorama de inframundo. 
El burdel de la señora Dolly, ahora es pasto de graffiteros y, las ventanas, antes decoradas con sugerentes vidrieras de diseño, hoy día aparecen atrancadas por bastos tablones de contrachapado. 
Alguno de los antiguos empresarios que antaño se dedicaban a algún perverso negocio, sello de identidad de éste alejado barrio, ahora se frotan las manos al calor de candentes bidones. 
-¿Qué ha ocurrido aquí? -le pregunté yo con un gesto de estupor. 

-La crisis originada desde los despachos del mismísimo Dios- me contesta el clochard tras toser repetidas veces, exprimiendo entre sus manos una botella de algo que podría ser bourbon o bien ron (la botella de nuestro personaje aparece forrada por un grasiento papel de estraza) 

Pero algún gesto, o quizá el brillo de su inconfundible diente de oro me delató la identidad de éste grotesco personaje, marcado por un crucigrama de arrugas, bañado en suciedad, pero con un punto de lucidez y genialidad en su senil mirada. 
-¡Petenyel! -grité yo, extasiado por la desgarradora escena. 
-No tengo nada que ofrecerte, no hallarás nada bueno en mí ni en este barrio. Sal de aquí. Corre ahora que estás a tiempo, hace años que no converso con nadie y mis palabras son punzantes balas de plata. Mi verborrea es homicida, mi verso es éster nítrico y mi mirada clavada en tus ojos puede ser cianuro ocular. 
-Pero...¿Y la señora Dolly? ¿Edgar el del kiosko? ¿Por qué todas las viviendas están vacías? 
-Puedes preguntar por ellos en el cementerio municipal. Ahora déjame, no preguntes. Si lo que buscas es hachís tienes siete millones de personas más a las que preguntar, déjame esperar aquí a la pálida dama, me convocó para baile y es muy celosa. 

Sus palabras iban tomando unos tintes cada vez más dementes e irreflexivas. A cada paso que daba alejándome del sobrecogedor barrio parecía como si mis pies se fundiesen en el asfalto, como si la gravedad me empujase a un macabro epicentro. 
El cielo toma un color cobrizo a la vez que una espesa lluvia se filtra a borbotones por las arrugas de la ciudad, pero en el barrio la lluvia no es incolora, sino que de las podres alcantarillas brotan pozas de la sangre de una comunidad que, un día, vivió. No sé si feliz o envuelta en enigmas pero vivió. 

Dedicado a tantos barrios que desaparecieron por manchar de algún modo la ciudad. 

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