Bucea por KukupaPunda Productions

domingo, 17 de junio de 2012

La chica que tomaba té sobre el mantel de cuadros rojos.

Salomé una vez más se encontraba detrás de la redonda mesa de su "living room" en su céntrico loft de una recóndita calle de alguna ciudad pequeña irlandesa. Con la mirada perdida atravesaba la pequeña ventana que refelajaba el melancólico paisaje de cables y chimeneas escupiendo violentamente humo. El retrato alcanzaba su punto más deprimente cuando como pinceladas comenzaron a aparecer finas y frescas gotas de lluvia que alcanzaron rápidamente su metamorfosis en un granizo agresivo. A su lado su inseparable compañero de soledad, su gata Daniela que nunca tenía un mal gesto ni un maullido más alto que otro. Con una mano la acariciaba y sentía así ese magnifico regalo de pelo sedoso, con la otra sostenía su eterno pocillo de té con una nube de leche y su recién encendido cigarrillo.
Un día Salomé fue una bella dama, una cabaretera sueño húmedo de miles de hombres de la comarca, una diva y ante todo una señorita bien educada, de clase alta, siempre rodeada de institutrices y de serios profesores. Ahora que habían pasado los años ya había dejado de lado la competición, esa competición por ver quien era la chica mas guapa, y la que más atraía a los hombres. Recién entrada en la quinta década y con unos kilos de más lo único que conservaba de aquellos años dorados eran sus inquebrantables uñas de porcelana. Pero si algo había perdido Salomé era la frescura de su mirada, aquellos ojos que un día rezumaban vitalidad se hallaban perdidos en la lejanía. Nunca se movía de aquella silla, allí continuaba esperando a su amor, Franco, un joven italiano que debería haber llegado casi veinticinco años antes de Roma, y que jamás había llegado. Aquel amor que había eclipsado el resto de sus deseos, pensamientos. Su vida había quedado congelada desde aquel 9 de Noviembre en que ella esperaba con sus mejores galas y con una magnifica cena sobre aquel mantel de cuadros rojos a su galán. Sentada en aquella silla, mirando al ya olvidado exterior dejaba volar su imaginación con la ayuda de sus inseparables polvitos blancos mágicos, que de una manera sutil y femenina inhalaba transportándose así a aquellas excursiones que jamás pudo hacer con su amor, a aquella boda que nunca se celebró, a aquellos hijos que nunca nacieron. Cuando no podía más con la presión y un ejército de lágrimas amenazaba con invadir sus pómulos se calmaba con ingentes cantidades de lípidos, de golosinas, de cosas dulces que le recordaban a la suave fragancia de su amado, al sabor inédito de sus labios. Pero aquella tarde Salomé decidió levantarse de aquella silla, abrir su puerta y descubrir lo que había pasado en aquellos treinta años de arresto domiciliario, de hastío y dolor. Cuando abrió su ya resentida puerta se encontró con sacos y sacos de cartas. Una de ellas tenía una rosa y desvelaba algo que jamás querría habe leído. Aquella noche Salomé se dio un baño de aguas relajantes, como hacía cuando era joven, con velas, con aquellas bellas operas que siempre deleitaron sus oídos. Al día siguiente, todo era paz y armonía en casa de Salomé, todo era silencio que tan solo era quebrantado de vez en cuando por algún coche que pasaba por la inhóspita calle, la cara de Salomé mas blanca y más impoluta que nunca... 

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