Bucea por KukupaPunda Productions

martes, 9 de abril de 2013

Cap. 4 "Entre la espada y la pared"


Los días posteriores a la energúmena actuación de Toño fueron un tormento. La casa de los Montijo, en otro tiempo dicharachera y cargada de optimismo, tornóse fría y silenciosa. Los horarios continuaban siendo los mismos pero no la energía en el trabajo ni la cooperación de buen agrado. Claramente se habían formado dos bandos. El más férreo, liderado por Toño y secundado por Enrique no daba su brazo a torcer y parecían haber hecho un voto de silencio. Padre e hijo se habían unido aún más en las labores, y juntos, montaban todas las frías mañanas en el tractor, con algo de almuerzo para ese agudo hambre que aprieta en el mediodía y no aparecían por la hacienda hasta la hora de comer. Paloma, junto a Sofía se dedicaban a las labores de la nave, donde sin mucho esmero y con la mirada perdida trataban las olivas de forma mecánica. Los primeros días Sofía se negaba a abandonar su cuarto, embutida entre las sábanas tan sólo se limitaba a llorar y a mirar por el cristal de la ventana, como en busca de algo, como esperando la llegada de su amor. Fue Paloma, su madre, quien se encargó como otras veces de insuflarle fuerzas, de hacerle levantarse de la cama y ayudarle en las tareas. Madre e hija mantenían largas conversaciones durante la jornada de mañana aprovechando que los hombres no estaban. Paloma había prometido a su hija lealtad en todo éste espinoso asunto. Sofía no se había resignado, quería con toda sus fuerzas a Pedro y, nadie, por muy padre suyo que fuera, se iba a interponer en ese camino que, ya estaba bien asfaltado. Una madre no puede soportar ver llorar a su hija como Sofía acababa rompiendo en llanto cada día. Intentar hablar de ello con Toño era tarea en vano, por eso decidió labrarse otros caminos para llegar a Pedro, del que hacía unas semanas no se sabía nada en absoluto. Quizá por miedo a las represalias por parte del nervioso Enrique o por encontrarse de frente a Toño. Aquél Miércoles Paloma no pudo más y, sin despertar a su hija, se encaminó a primera hora de la mañana, cuando vio que su marido y su hijo se alejaban con el tractor entre los olivos, hacia la ostentosa hacienda de los Segura-Roldán.
Arrancó la vieja Citroën y cruzó la sinuosa carretera que conecta Burunchel con la Iruela, donde alzada en lo alto de una ladera antes de llegar al núcleo se halla el barroco palacete y un mar de hectáreas olivareras. 
Allí, en la cochera, junto al resto de automóviles de la familia pudo distinguir el coche de Pedro María. También comprobó que no estaba aparcado el flamante "Audi" de Azucena, la matriarca, ni el Todoterreno de alta gama que solía utilizar su marido. Probablemente a aquellas horas Azucena hubiera salido a sus habituales papeleos en la ciudad y su marido estaría camino de diputación, para ocupar su cálido asiento en la oficina. 
Se escuchaba el ruido que destilaban las prensas y un ir y venir continuo entre las naves contiguas donde la plantilla de los Segura-Roldán (obra de mano barata en su mayoría) comenzaba una nueva jornada laboral. 
Pedro solía ocuparse de los montones de papeles, facturas y demás documentos de la casa. Tenía un pequeño despacho para él en la planta de abajo de la casona. Paloma conocía bien a qué lugar daba la ventana ya que, al fin y al cabo en su juventud, siendo moza soltera había trabajado para los padres de Azucena como sirvienta, de aquello hacía ya más de cuarenta años. 
Aparcó fuera del portón principal, que aunque siempre permanece abierto hasta la noche, se prohibía el paso a automóviles ajenos a la familia. El personal tenía su parking delimitado, a escasos metros de la hacienda. 
Armada de valor y con paso decidido se encaminó a paso ligero hacia la ventana del despacho de Pedro. Nadie podía verla, pues se encaramó a los setos para que ninguno de los jardineros o las sirvientas pudiese hacerlo. Cuando llegó a la ventana, ella, la recordaba a menor altura. Por lo que, como una adolescente, cogió un par de chinillas del suelo y las lanzó, suave, contra la ventana con el fin de atraer su atención. No debió enterarse, por lo que volvió a repetir la acción hasta que la ventana abrióse. Pedro observó con gesto de estupor a la madre de su querida Sofía. No entendía que podía hacer allí. Ni tan siquiera se atrevió a pronunciar palabra.
-Pedro, hijo. No hay nadie en mi casa ahora mismo. Ella está aún dormida. Mi marido y mi hijo no llegan hasta las dos y media o tres menos cuarto. Ahora van todas las mañanas a podar y a curar los olivos por toda la sierra. 
-Pero...¿Está segura de que su hija querrá verme? Mire, que su marido le dejó bien claro que no volviese a hacerlo jamás.
-Mi marido me ha dejado muy claro que clase de persona es. Aquí, en ésto quien manda soy yo. Y mi hija arde en deseos de verte ¿Cómo no va a quererlo? Está muy enamorada, hijo mío. Y yo se que tu bien la correspondes. Si mi marido es tan troglodita de ponerse una venda en los ojos ante eso...
-Pero, ¿Y su hijo?
-Mi hijo está amargado desde que aquella moza de la capital le dejó. Él no es quien para poner bozal a su hermana como si de perro se tratara. Déjame hacer. Tú baja aquí. Aprisa. Y ven conmigo, no hace falta que lleves el coche. Tú hoy comes con nosotros en casa pese a quien le pese.
-¿Comer? ¡Eso es una locura! ¡Me matarán!
-Aquí lo único que matan éstos dos es el hambre. Péinate, échate un poco de colonia. Vamos, chiquillo, que no tengo todo el día y tienes que ir a besar a tu mujer.
-¡Ahora mismo bajo, Doña Paloma!
Pedro debió sentirse entre tembloroso y completamente feliz tras aquella extraña escena. Estaba nervioso. Le temblaba todo el cuerpo y tuvo incluso que prenderse un cigarrillo. A toda prisa bajó las escaleras, tanto que a punto estuvo de costarle una caída tonta. Cuando bajó dio un sonoro beso en la mejilla de Paloma. Y le dio gracias  como tres veces por hacerles un poco más fácil aquella difícil situación.
-No sabe cuánto he echado de menos a su hija. Pero, créame que si no he ido es porque, aquí en mi casa también se han enturbiado las cosas.
-¿Qué ha ocurrido, hijo? (Paloma no pudo ni terminar su pregunta cuando, levantando una densa nube de polvo, salpicado con la gravilla del suelo, apareció altivo el coche de Doña Azucena. Aquel largo búnker de hierro negro y cristales ahumados que no dejaba ver el rostro de su conductora, aparcó violentamente junto a Pedro y Paloma. La tensión domina la escena. Pedro agachó la cabeza y cogió fuerte la mano de su suegra. Paloma mantuvo firme el rostro y la mirada. Ya nadie más podía interponerse en un camino de por si bastante curvado. (Portazo fuerte de coche).
-Pero, ¿A quién tenemos aquí? ¿A Doña Digna? ¡Pedro María Segura-Roldán, apártate ya mismo de ella! Y tú...¿Quién te crees que eres para entrar en mi propiedad "como Perico por su casa"? ¿A qué has venido, serpiente? ¿A persuadir a mi hijo de qué?
-Mira, Azucena, porque yo no te voy a tratar de usted como el resto de la comarca, que parece que te deben honores. A mi se me trata con respeto, porque yo jamás te lo he faltado. Y si he venido aquí es ¡para hablar con el novio de mi hija! ¡Y para que vaya a verle a mi casa! No quiero que una hija se me muera por amor...(Azucena interrumpe)
-Pedro María no es novio de ninguna hija tuya. ¿Os repugna nuestro dinero?¡Pues también repugnáis a mi hijo! ¡Y mi hijo es muy noble y bien educado como para juntarse con purrela vulgar! No quiero a mi hija con una paleta, eso nunca.
-Pero, para tí mi marido no era un paleto ¿Verdad?
(Silencio sepulcral. La cara de Pedro se torna de toda la grama cromática existente. Azucena se lleva la mano al pecho y suelta un grito ahogado. Paloma mantiene una postura desafiante.
CONTINUARÁ...)

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