Bucea por KukupaPunda Productions

lunes, 3 de junio de 2013

Cap 10. Abdulio


No era plato de buen gusto el despliegue de los medios de comunicación, coches policiales, y la peregrinación de morbosos por La Iruela desde que el momento en que se conoció la muerte de la matriarca de los Segura-Roldán. Abdulio, el cartero se convirtió en un improvisado miembro más de la cada vez más maltrecha familia. Cartas de todos los puntos de la junta; empresarios, agricultores, políticos, colegas de partido del también ausente José Ignacio llegaban cada día haciendo ver que, o bien por puro interés o por vieja amistad, algún día la arrogante y soberbia Azucena Segura-Roldán fue querida. Pedro María se hizo fuerte, decidió no hundirse y no doblegarse ante aquella vorágine que habíase desatado. Mientras, la comisión de investigación continuaba con los pertinentes interrogatorios a familiares y sospechosos. ¿Quién podía guardar tanto odio hacia aquella familia? ¿Por qué aquél inexplicable ensañamiento? Sofía y Paloma, aunque siempre habían mostrado su contrariedad con la difunta no pudieron ocultar su desasosiego por la noticia. Todo podría haber sido mucho más fácil desde el primero momento si, ambas familias, hubieran enterrado viejas rencillas, el inútil orgullo. Quizá nada de aquello hubiera ocurrido. 
Abdulio Menéndez era un hombre del pueblo, dicharachero aunque en ocasiones pecase de socarronería. Llevaba entregando cartas a las familias de toda la comarca desde hacía tres décadas. Él conocía bien a toda la gente del lugar, y en especial de los Montijo, con quien había mantenido una estrecha relación en el pasado, sobre todo con Toño, compañero de tardes de mus y mistela en la cantina de Burunchel. Tenía fama de chismoso, y es que, en conversaciones de frutería, en los susurros del bar siempre estaba él aportando su punto de vista mas no tenía maldad alguna. Aquellos días quiso involucrarse con la joven pareja, quiso mostrar su mano tendida para cualquier cosa e incluso dejó ver a Pedro que si iba a necesitar en el futuro un socio capitalista para levantar la nueva empresa él se presentaba voluntario. Cierto era que desde un tiempo a esta parte estaba bastante harto de su trabajo. Tras años de servicio a correos no se habían portado muy bien con él cuando vióse obligado a pedir la baja cuando se rompió una pierna. Mucho había caminado. Hasta que le entregaron un modesto ciclomotor había tenido que recorrer, día tras día, las mismas calles, subir las mismas cuestas. Con su clásico cigarro apagado entre los labios había visto nacer nuevas generaciones, morir las antiguas, crearse familias y desmoronarse otras, líos de faldas, líos económicos, transiciones y tiempos de silencio. Su vicio oculto, el aceite. Su familia había tenido en el pasado varios olivos, sin embargo, al quedarse huérfano bien joven y haber perdido a un hermano en la cárcel por pensar diferente no pudo afrontar económicamente el coste de su mantenimiento, de modo que se vio obligado a vender por una miseria los terrenos a Toño Montijo y con ello su sueño de producir su propio aceite, la satisfacción de mojar el pan en tu propio producto. 
Pedro María quería mantener ocupada la mente en el negocio. Las investigaciones continuarían y desvelarían lo que tuvieran que desvelar en su adecuado momento, pensaba omitir todo lo que había ocurrido en las últimas semanas. Centrarse en el hijo que venía en camino, en su mujer y en levantar aquello que con tanto cariño había levantado y tan poco había durado.
Si en un primer momento no había tomado del todo en serio la propuesta del bueno de Abdulio, conocido por su carácter bromista, la insistencia de éste cada día y el relato de su sueño frustrado le hizo que comenzase a pensarlo concienzudamente. Un hombre que había invertido desde la adolescencia su tiempo en trabajar, que no había conocido mujer y no había tenido que rendir cuentas ante ninguna familia debía disponer de capital, iniciativa no faltaba así como conocimientos sobre la materia. Pedro se pasó muchas noches en vela, haciendo números, mientras Sofía descansaba en la cama. El quería lo mejor para ella, estaba muy nervioso y disgustado por todo lo ocurrido, eso era evidente, pero intentaba hacer que la procesión fuera por dentro. A mal tiempo buena cara dicen y de eso bien sabía Pedro, que no quería de ningún modo empañar aquél tiempo de adviento. Había fijado para el Lunes de la semana siguiente dar una respuesta convincente a Abdulio, con prespuestos y demás, con la cantidad exacta que debería aportar si en verdad deseaba entrar en el negocio. Le advirtió que no sería fácil levantar de las cenizas, nunca mejor dicho, la empresa, pero no faltaba el ánimo y puede que aquella renovación fuese incluso beneficiosa para abrirse un nuevo mercado. Trabajarían adaptándose a los tiempos, informatizando más la producción y dejando de lado las viejas arduas labores artesanales. Asimismo, con ayuda de científicos se trabajaría en aumentar la calidad del producto, crear un sabor más intenso. La ambición estaba latente, y con aquella repentina inyección económica y el ansia de hacer por parte de Abdulio lo hacía todo ligeramente más fácil.
Sofía y Paloma miraron la negociación con Abdulio con cierto escepticismo pues toda una vida viéndole vestido con la gorra plana y arrastrando el carro repleto de misivas lo hacía relativamente inaudito. Pero aquella era una decisión irrevocable, inamovible y si veía el trato con buenos ojos aquél Lunes se firmaría el contrato.
Lo cierto es que parece que las noticias se expanden como la pólvora y, no se sabía muy bien cómo, pues aquellas conversaciones entre Pedro y el cartero no habían salido del despacho de la hacienda. El caso es que antes de aquel señalado Lunes, irónicamente, el cartero estaba siendo bombardeado a cartas, extrañas cartas con una caligrafía nerviosa y agresiva que rezaban frases como: "Pensaba que éramos amigos", "Traidor" ,"Tu oficio es cotillear de cantina en cantina llevando cartas a muertos de hambre como tú" o "Vete pa' casa, borracho" hicieron mantener en vilo a Abdulio, embargado por un miedo tras tantas desgracias que estaban ocurriendo en aquella casa últimamente. En cuanto recibió aquellas cartas acudió con ellas a la comisaría de policía más cercana, no sin antes consultar a Pedro María, quien estalló, pues estaba ya harto de aquella situación de amenaza anónima, aquella tensión que había nacido de la nada. Tanto es así que comenzó a desconfiar de todo y de todos, no evidentemente de su chica ni de su suegra, pues ellas bastante estaban sufriendo con todo aquello. Decidió no decirles nada acerca de las extrañas cartas que Abdulio estaba recibiendo, pero con la ayuda de éste y de la policía comenzaron a cotejar las cartas recién llegadas con las anteriores que la familia había recibido para estudiar la caligrafía, si se trataba de la misma e incluso estudiar las huellas para poder llegar de una vez por todas hacia un culpable. Cada vez estaba más claro en su mente que aquello se trataba de una o más personas, de las mismas que habían acabado con sus padres, de las mismas que habían calcinado sus hectáreas de olivares y habían destrozado la nave. Pero aquello se desvelaría. Aquel fin de semana previo a la firma del contrato fue un ir y venir de la hacienda a la comisaría y un continuo vaivén mental en el que, por si sólo, intentaba atar cabos, buscar sospechosos, y responderse una pregunta: "¿Cómo había salido de forma tan rápida la información de la firma del contrato si nadie más que Abdulio y él estaban al corriente de ello?" "¿Debería desconfiar de Abdulio? ¿Podía ser todo aquello una sucia artimaña por su parte incluídas las cartas? ¿Estaría fingiendo?" Lo cierto es que Abdulio cuando hablaba lo hacía desde el corazón, y eso se refleja en los ojos, y de verdad él quería buscar suerte en aquel sector que tanto le había gustado siempre, una nueva oportunidad cuando casi rondaba la cincuentena. Era muy poco lógico o probable que de un cuerpo noble como el del cartero salieran tan sucias acciones. ¿Pero quién podría ser? ¿Había en su casa un topo que tenía algún tipo de contacto con el exterior? Llegó a desconfiar de la propia prensa, pero antes de volverse loco decidió dejarlo todo en manos de las fuerzas de seguridad. Debía continuar centrado en su primogénito, que estaba en camino, y en la firma del contrato, que sería aquel Lunes a primera hora de la mañana. Aquel Domingo, Pedro y Abdulio, cada uno en su casa, en su cama, no pudieron pegar ojo ninguno de los dos. Aquella firma no iba a estar exenta de polémica, pero tenían que mirar hacia delante, no dejarse asustar por cobardes cartas. La suerte estaba echada. La empresa y su futuro era lo primero. Comer era necesario.
. . .  C            O                N                T              I                 N              U               A             R            Á

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